domingo, 11 de marzo de 2012

Condición humana, derecho a la rebelión y alternativas post-capitalistas

Condición humana, derecho a la rebelión y alternativas post-capitalistas

Radio Guiniguada / Rebelión

Jornadas Internacionales “Situación en el mundo del derecho a la Rebelión”. Sta. Cruz de Tenerife, 28 y 29 de octubre. Organiza: “Red Canaria por los Derechos Humanos en Colombia”. (Audio recogido por Radio Guiniguada y transcrito por Rebelión)



Cuando hablamos de condición humana no hablamos naturalmente de naturaleza humana. La condición humana consiste precisamente en que esas criaturas que llamamos seres humanos tengan, al mismo tiempo, un pie en la naturaleza y un pie en otro sitio que podemos llamar –quizás- humanidad, de manera vaga o borrosa.
Esa humanidad se define básicamente por su carácter limitado. En términos filosóficos, la humanidad está marcada por el signo de la muerte, por el carácter finito de la corporeidad, y está marcada también por toda una serie de facultades igualmente finitas que hemos asociado, mientras ha durado el Neolítico, recientemente terminado, con ese período histórico o con esa estación en la cual, diría yo, todavía podemos hablar de condición humana.
Frente a la condición humana, lo que caracteriza al capitalismo -voy a abordar el tema casi como una aparente paradoja- es una rebelión. Es una rebelión de hecho. Lo que hace el capitalismo, en efecto, es rebelarse permanentemente contra los límites de la condición humana; contra los límites que atañen a ese pie que tenemos posado en la naturaleza y también contra los límites que definen ese otro pie que tenemos más bien posado en la humanidad, en estas tres cualidades finitas de las que hablaré a continuación.
Rebelión contra los límites, una locomotora sin freno de emergencia, como gustaba de repetir Walter Benjamin; lo cierto es que el capitalismo consiste íntimamente en estar permanentemente superando todos aquellos limites naturales, éticos, materiales, sociales, culturales, mediante los cuales los seres humanos han tratado de definir su estancia provisional en esta Tierra.
Se puede hablar, a finales del siglo XX y principios del siglo XXI de una guerra contra la condición humana por parte de un capitalismo que empieza, como he escrito en algunos libros, por no reconocer ninguna diferencia entre las cosas de comer, las cosas de usar y las cosas de mirar, eso que los latinos llamaban mirabilia, las “maravillas”, las cosas dignas de ser miradas.
El capitalismo no reconoce esa diferencia que, de alguna manera, ha caracterizado a todas las sociedades humanas anteriores, incluso las peores, incluso las más feroces, incluso las menos justas –y casi ninguna ha sido apenas justa en los últimos 15 mil años-; en todo caso, todas las sociedades anteriores a la sociedad capitalista distinguían convencional o culturalmente entre cosas de comer, cosas de usar y cosas de mirar. Distinguían entre un mendrugo de pan o una manzana, cuya función básica es la de reproducir los ciclos biológicos, eso que para los griegos era el infierno mismo, lo apeiron, lo que no tenía límites, que representaban a través de toda una serie de castigos infligidos en el Hades a los héroes que habían cometido un “exceso” y a los que se obligaba a rodar permanentemente dentro de una rueda, a conducir una y otra vez una piedra hasta la cumbre de una montaña, a tratar infinitamente de alcanzar un alimento que escapaba al apetito, o llenar inútilmente una vasija sin fondo. Eso es lo que caracteriza a las cosas de comer. No podemos comer una sola vez, volvemos a tener hambre. Y cuando tenemos hambre tenemos que encontrar algo que introducir en nuestro cuerpo, por debajo de los ojos, algo que, por tanto, en la misma medida en que cumple su función biológica, desaparece de la vista, desaparece radicalmente de la vista. Digamos que el hambre es una guerra contra la consistencia de los vegetales, de los cuerpos, de las cosas mismas. Es una guerra en cuyo comportamiento, en cuyo funcionamiento, podemos leer precisamente aquello en lo que consisten las guerras. Las guerras alimentan otras guerras, sirven básicamente para reproducir ese ciclo infernal en el que la vida y la muerte se suceden a toda velocidad. El hambre es rápida, el hambre es mortal, el hambre es destructiva y las cosas de comer, por tanto, no resisten frente a nuestra mirada, no son consistentes, no se las puede apenas analizar, apenas asir con las manos, porque pasan a formar parte enseguida de nuestro cuerpo.
Las cosas de usar son aquellas que sirven precisamente como mediaciones para introducir otros efectos en el mundo. Son aquellas cosas mediante las cuales nos separamos de la naturaleza para volver sobre ella transformándola, desde las herramientas hasta una silla en la que nos sentamos, que cumplen una función. Lo que caracteriza a las cosas de usar es que, al mismo tiempo que resisten el embate del hambre, se sostienen en el mundo más tiempo que las cosas de comer. Sin embargo, acaban degradándose, porque son corruptibles, y volviendo a la naturaleza de la que habían sido extraídas mediante el trabajo humano.
Y, finalmente, tenemos las cosas de mirar, las cosas dignas de ser miradas, las maravillas, las mirabilia. Todos los pueblos de la Tierra, antes del establecimiento de una sociedad de destrucción generalizada de seres humanos y de cosas, han dejado al margen de los procesos biológicos de la alimentación y del uso una serie de objetos privilegiados, que podían ser objetos de culto, objetos artísticos, objetos estéticos que, como decía Levi Strauss, sólo eran buenos para pensar, o sólo eran buenos para ser mirados. Desde una catedral hasta un paisaje, pasando por esas estrellas que titilan azules en el cielo. Todas estas cosas, en realidad, no son buenas sino para pensar, para mirar, para mirarlas todos juntos, para hacer ese ejercicio de simbolización sin el cual la existencia humana no se distinguiría en nada de la de los animales.
Y el capitalismo lo que ha hecho ha sido, de alguna manera, borrar todas las diferencias entre las cosas de comer, las cosas de usar y las cosas de mirar, para convertirlas a todas por igual en cosas de comer, en alimentos, en consumibles. Porque lo que realmente quiere decir consumo es eso, consumo quiere decir destrucción, y destrucción por el fuego, por el fuego de la digestión, por el calor ininterrumpido de la digestión. Y plantearse por tanto hablar en términos elogiosos de una sociedad de consumo, proponer como modelo habitable para la humanidad una sociedad de consumo, es proponer un modelo de sociedad de digestión ininterrumpida, de destrucción generalizada. Nos comemos todas las cosas por igual, ya se trate del pan, las manzanas, las sillas, las lavadoras, las televisiones, los paisajes, las estrellas y las imágenes de todas estas cosas también nos las comemos a una velocidad creciente en el marco de eso que se llama libre mercado o circulación de las mercancías. Y eso quiere decir que, por primera vez en la historia, el ser humano vive no ya en una sociedad sin hierro, o en una sociedad sin petróleo, o en una sociedad sin alguna de estas materias que han servido para definir los distintos períodos por los cuales ha atravesado la humanidad. Lo que caracteriza por primera vez a la historia humana es que la sociedad capitalista, y va a parecer una contradicción, es la primera de la historia sin cosas. La sociedad capitalista, que se quiere presentar autopublicitariamente como una sociedad de máxima abundancia, es, sin embargo, la primera sociedad de la historia que no tiene propiamente cosas. Y no tiene propiamente cosas porque, precisamente, allí donde toda la actividad posible en el marco de esa sociedad se reduce a la digestión ininterrumpida, no puede cumplirse ninguna de esas condiciones que caracterizan a las cosas.
¿Qué es lo que caracteriza a las cosas? Básicamente tres datos: las cosas están paradas, están quietas, y además sirven para que nos paremos; sirven precisamente para que les prestemos atención, como ocurría en ese último cuento que escribió Kafka, “Josefina la cantante”, en el que una rata que emitía un chillido exactamente igual al de todos sus congéneres, de pronto se paraba en uno de los corredores por los que se precipitaba el pueblo de los ratones, tratando de cerrar grietas por las que se pudiera colar una amenaza, acumulando alimentos, imagen perfecta de lo que son los ciclos biológicos de la reproducción, de lo que son los ciclos del hambre y de la guerra; de pronto Josefina la cantante se detenía en un rincón y emitía lo que ella creía que era un bellísimo canto de cantante lírica, que no se distinguía en nada, en cualquier caso, de los chillidos que emitían todos los ratones, pero que servía precisamente para que los ratones, incluso poniendo en peligro su existencia, se parasen. Cuando escuchaban a Josefina la cantante, todos dejaban de hacer lo que estaban haciendo, incluso poniendo en peligro probablemente la supervivencia del pueblo de los ratones, para formar un corro en torno al cuerpo de Josefina, que abombaba el pecho para emitir lo que a ella le parecían coloraturas de bel canto irresistibles, pero que no eran más que chillidos de ratón. Las cosas sirven precisamente para detenernos, están paradas; duran lo suficiente como para que podamos mirarlas; duran lo suficiente como para que resulten interesantes.
Flaubert decía: “Basta mirar una cosa fijamente para que se vuelva interesante”. El problema es, precisamente, que el capitalismo impide mirar fijamente nada. Y por lo tanto esta primera característica de las cosas, ha quedado abolida por la propia velocidad de la renovación de las mercancías.
La segunda característica de las cosas es que son archivos materiales de memoria y manuales de instrucciones. Yo creo que esto es muy importante, el hecho de que todo objeto manufacturado incluye una historia, nos cuenta el cuento, por ejemplo, de cómo ha sido hecho. Nos lo puede contar bien o mal. Por eso Marx hablaba de fetichismo de la mercancía: a veces las cosas nos engañan; nos hacen creer que han sido hechas en unas determinadas condiciones cuando en realidad han sido hechas en otras condiciones. Por eso la obligación de un sociólogo, sobre todo, de un sociólogo marxista, es justamente la de contar bien la historia de las cosas, la de reproducir su genealogía. Pero nos cuentan una historia. Todo objeto es un cuento que se puede memorizar. Es algo así como el pasado delante de nuestros ojos, ese trabajo muerto materializado con características particulares que lo distinguen de otros objetos en el mundo, que sirve para determinadas cosas y no para otras, y que, además de contarnos una historia, incluye algo así como un manual de instrucciones. Si desapareciese la humanidad, y sólo quedase una silla, y bajasen extraterrestres cuyo cuerpo no exigiese el uso de sillas, podrían perfectamente reproducir más sillas a partir de un solo modelo de silla sin necesidad de recurrir a las instrucciones de IKEA. Una silla, un objeto, es un cuento, una historia que incluye también un manual de instrucciones.
Alli donde la propia circulación acelerada de las mercancías no nos permite –remedando una famosa frase de un filósofo griego- “sentarnos dos veces en la misma silla”, porque inmediatamente ha sido sustituida por otra, presuntamente mejor, de otra marca, de otro color, la propia memoria material de la humanidad ha sufrido un menoscabo sin precedentes.
Y la tercera característica de las cosas, sin la cual no podemos llamar cosa a ninguna criatura de este mundo, es precisamente el hecho de que, por mucho que duren las cosas, por mucho que las reparemos, por muchos parches que les pongamos, tarde o temprano, las cosas se rompen, y cuando se rompen no se las puede sustituir o rehacer en ningún mercado. Son cuerpos, los cuerpos son frágiles, los cuerpos son finitos, los cuerpos son mortales y, tarde o temprano, se mueren. Y por lo tanto, también los seres humanos somos cosas. Hablaré al final, en el capítulo de las alternativas postcapitalistas, de lo que significa el hecho de que los seres humanos también seamos cosas en este sentido, por mucho que una sociedad fundada básicamente en la rebelión contra los límites, esté permanentemente generando la ilusión subjetiva de que siempre va a haber una prótesis que nos va a permitir sobrevivir a un accidente de tráfico, o un medicamento maravilloso que nos va a salvar in extremis de alguna enfermedad mortal, o alguna crema taumatúrgica que nos va a mantener permanentemente jóvenes. Envejecemos. Sabemos que envejecer en la sociedad capitalista está prohibido. Sabemos que, en cualquier caso, la vejez es algo que siempre ha servido a los seres humanos para tener especial cuidado con las cosas. Y, por tanto, una sociedad capitalista que consiste en reproducir, cada vez más aceleradamente, las mercancías, generando la ilusión de inmortalidad, es una sociedad sin cosas.
Que vivamos en una sociedad sin cosas significa –y por eso hablaba de una agresión sin precedentes contra la condición humana-, hablar de un mundo sin cosas es hablar de un mundo sin mundo, es hablar de un mundo sin seres humanos propiamente dichos. Los seres humanos han sido privados de las tres facultades que caracterizaban su estancia en este mundo durante los últimos quince mil años, es decir, una razón finita, una imaginación finita y una memoria finita. Colapsadas esas tres facultades, podemos decir que estamos viviendo ya en algo así como una condición post-humana. Habrá que preguntarse si es mejor o si es peor. Pero a mí no me cabe la menor duda de que estamos cruzando el umbral hacia una condición post-humana, en el sentido en que hemos podido definir a la humanidad durante al menos quince mil años.
El capitalismo como rebelión contra los límites es, por lo tanto, una maquinaria destructiva de las tres facultades que han caracterizado al ser humano, a la condición humana. Podemos hablar de un naufragio del ser humano, de un naufragio antropológico sin precedentes del ser humano. El colapso de estas tres facultades hace que cada vez sea más difícil analizar el mundo en el que vivimos mediante eso que hemos llamado razón, que es un recorrido vertical de lo particular a lo universal; hace que sea cada vez más difícil recordar con el cuerpo, que es lo que llamamos imaginación, el dolor de los otros; y hace que sea cada vez más difícil el conservar suficiente memoria como para contarnos a nosotros mismos cómo se producen las cosas, quién las produce, dónde las produce y con qué coste se producen.
Por lo tanto, sin razón, sin memoria y sin imaginación, no se trata ya de que a través de manipulaciones se nos ofrezca un mundo falseado en el que no nos reconocemos, o frente al cual nos mostramos indiferentes. Podemos decir que, colapsadas estas tres facultades, vivimos en un mundo antropológico post-humano, en el que la solidaridad ha sido radicalmente imposibilitada, en el que la producción de símbolos ha sido radicalmente imposibilitada y en el que vivimos por tanto en una náufraga deriva, en la que es casi estructuralmente imposible organizar o articular alternativas o resistencias colectivas.
Dejamos aquí lo que se refiere a la condición humana para pasar a definir lo que yo entiendo por el derecho a la rebelión. Y aquí se conjugan dos elementos, derecho y rebelión, que convendría explicar bien, porque en general en la tradición marxista se entiende que el derecho es algo así como un epifenómeno burgués de un determinado régimen de producción, de manera que rebelarse implicaría, de alguna manera, rebelarse contra el derecho. Yo creo que esta es una gravísima equivocación.
Creo que si el capitalismo consiste en una rebelión contra los límites, el derecho consiste en una rebelión contra la rebelión capitalista, es decir, en una tentativa, siempre, al menos desde hace dos mil quinientos años, en una tentativa de establecer límites allí donde precisamente se invoca algo así como una ley de la naturaleza, que tiene mucho que ver con el hambre, con la guerra y con el comportamiento íntimo del capitalismo, de todos los regímenes de producción material sin duda el más natural, porque es precisamente el que más recuerda a la reproducción de los ciclos biológicos; es el que más claramente reduce todos sus recursos a la monda reproducción de los ciclos biológicos, del infierno griego. Es el más natural de los regímenes de producción porque precisamente es el menos humano de todos ellos. Es el que mejor copia los comportamientos que identificamos con la reproducción de los puros ciclos biológicos.
Y, por lo tanto, diría yo que el derecho a la rebelión es el derecho precisamente a oponerse a la ley de la naturaleza para establecer límites que propiamente podamos llamar derecho. Yo creo que es importante recordar en términos históricos uno de los puntos donde empieza esta aventura. No es el único, porque en otras sociedades, en otras culturas ha empezado desde otro lado, se ha empezado a pensar esto por otras vías, en otras condiciones, pero digamos que nuestro punto de origen está en la antigua Grecia. Y es importante recordar cómo interpretaba, en un famoso diálogo de Platón, Calicles frente a Sócrates el término de ley.
Calicles dice: “Según yo creo, la naturaleza misma demuestra que es justo que el fuerte tenga más que el débil, y el poderoso más que el que no lo es. Y lo demuestra que es así en todas partes, tanto en los animales como en todas las ciudades y razas humanas, el hecho de que de este modo se juzga lo justo: que el fuerte domine al débil y posea más. En efecto, ¿en qué clase de justicia se fundó Jerjes para hacer la guerra a Grecia, o su padre a los escitas e igualmente otros infinitos casos que se podrían citar? Sin embargo, a mi juicio, estos obran con arreglo a la ley de la naturaleza. Sin duda, no con arreglo a esta ley que nosotros establecemos, por la que modelamos a los mejores y más fuertes de nosotros, domándolos desde pequeños como a leones, y por medio de encantos y hechizos los esclavizamos, diciéndoles que es preciso poseer lo mismo que los demás y que esto es lo bello y lo justo”.
Como vemos es una respuesta clara a Sócrates. Sócrates había alzado la mano contra esta lógica en una asamblea diciendo que siempre es mejor sufrir una injusticia que cometerla. Y había pretendido demostrar que lo justo y lo bello coincidía en un punto donde, precisamente, los seres humanos, allí donde están tranquilos, se prohibían a sí mismos tomar ciertas decisiones. Y que la libertad consistía precisamente en prohibirse a sí mismos tomar ciertas decisiones.
Me explico: esto tiene que ver con los procesos constituyentes, con las constituciones y con las verdaderas leyes. Luego están las falsas leyes, mediante las cuales, en efecto, los leones devoran a los corderos.
Pensemos en un famoso episodio de la Guerra del Peloponeso que nos cuenta Tucídides, en el que los atenienses se reúnen en asamblea democrática para decidir si deben ejecutar a todos los habitantes de la ciudad de Mitilene, que había luchado al lado de Esparta, y esclavizar a sus mujeres y a sus niños. Yo no sé si alguien puede considerar una decisión democrática aquella que consiste en pasar a cuchillo a hombres y esclavizar a mujeres y niños. Y, sin embargo, era una asamblea en la que todos podían levantar la mano y tomar una decisión. Y cuando en esta discusión toma la palabra uno u otro de los defensores de cada una de estas posiciones, lo hacen en nombre de lo conveniente para Atenas.
¿Qué es más conveniente para Atenas? ¿Qué pasemos a cuchillo a todos los hombres y esclavicemos a todas las mujeres y niños o que les perdonemos la vida y tratemos de convertirlos en aliados, o solamente los convirtamos en esclavos? En todo caso, el concepto era este de conveniente. Y es ahí, en esa época, cuando Sócrates levanta la mano para decir: no se trata de pensar qué es lo conveniente, sino lo justo.
Y lo justo es precisamente algo que los seres humanos han decidido ya en condiciones que no pueden ser las de la guerra. En la guerra decidimos cosas que no son justas. Por eso no conviene dar la voz a las víctimas; por eso, naturalmente, el derecho consiste básicamente en no dejar que las víctimas se tomen la justicia por su mano. En que además la víctima no decida qué es lo justo y qué es lo injusto, porque probablemente no va a decidir bien.
¿En qué consiste precisamente eso que llamamos derecho? Yo creo que consiste en haber tomado ya siempre ciertas decisiones mediante las cuales, libremente, nos prohibimos ciertas cosas. Por ejemplo, nos prohibimos pasar a cuchillo a poblaciones enemigas; nos prohibimos esclavizar a otros seres humanos; nos prohibimos la tortura; nos prohibimos toda una serie de comportamientos que, en efecto, erosionarían la propia condición humana.
¿En qué consiste el capitalismo? El capitalismo consiste, como he dicho en la primera parte de mi intervención, en un permanente proceso constituyente. Un permanente proceso constituyente es un permanente proceso destituyente. Y en un proceso destituyente, siempre en rebelión contra los límites, es muy necesario establecer límites. Y el establecimiento de esos límites pasa por el hecho de que en una constitución, por ejemplo, nos prohibamos ciertas cosas. Nos prohibamos esencialmente el canibalismo, el comernos los unos a los otros.
El capitalismo es absolutamente incapaz de ponerse límites a sí mismo, y por eso el capitalismo es incompatible con el derecho; con esa combinación de democracia y de derecho que llamamos Estado de derecho. La ley de la naturaleza, la ley de la guerra, la ley del hambre, la ley de los procesos permanentemente destituyentes es incompatible con el establecimiento de eso que los corderos reclaman a los leones, de eso que los débiles exigen a los fuertes.
Y yo creo que es muy importante entender eso que nos explica indirectamente Calicles, en disputa con Sócrates; es decir, el hecho de que, en efecto, el derecho es algo que han hecho los débiles para que no se los coman los fuertes, que el derecho es algo que han hecho los corderos para que no los devoren los leones.
Naturalmente sabemos que vivimos en un mundo muy duro en el que casi siempre ha ocurrido esto –bajo el capitalismo, por razones particulares-, en el que esos límites no limitan nada o casi nada, se convierten en puros flatus vocis, en puras fórmulas verbales, en instituciones ineficaces, incapaces de imponer esos límites a los leones, de imponer esos límites a los poderosos.
En cualquier caso, conviene recordar una y otra vez que no se trata de rebelarse contra el derecho, sino de reconocer más bien que la rebelión es la fuente de todo derecho. La rebelión contra la naturaleza, la rebelión contra los leones, la rebelión contra los poderosos, es la fuente de todo derecho. Y si finalmente los poderosos no cumplen las leyes, no se ajustan a los límites que les han impuesto los débiles rebelión tras rebelión, eso no debe impedirnos reconocer que esas leyes, esos derechos, no los ha producido el león. Los hemos producido nosotros, en rebelión contra los leones. En rebeliones sangrientas, que han costado muchas vidas humanas a lo largo de los siglos. No es verdad que el derecho al voto sea un instrumento de dominio de la burguesía. Lo cierto es que el derecho al voto se lo ganaron los revolucionarios franceses con las armas en la mano, y no fue una concesión que hicieron los poderosos a los débiles. Fue más bien todo lo contrario: fueron los débiles armados los que hicieron esa concesión a los poderosos.
Y lo que hay que recordar siempre es que detrás de un derecho, de una verdadera ley, hay un pueblo virtualmente armado. Y si no lo hay, no es una verdadera ley y no es verdadero derecho.
Yo creo que eso es fundamental recordarlo. Yo estoy enteramente de acuerdo con una gran historiadora francesa, Florence Gautier, que es quizá la mejor conocedora de Robespierre y de su legado. Como sabéis, Robespierre en la Constitución de 1793 fue mucho más lejos que las frases que hemos leído en esta sala tomadas del Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Porque no se limitó a reconocer que en un caso extremo se tenía el derecho a la rebelión. Robespierre, en el año 1793, en esa maravillosa constitución que nunca entró en vigor porque Thermidor se lo impidió, decía cosas como esta:
Toda ley que viola los derechos imprescriptibles del hombre es esencialmente injusta y tiránica. No es de ningún modo una ley”.
Yo creo que esto es muy importante, para no equivocar ley con derecho, para no equivocar lo que es una manipulación del derecho interesada por parte de los leones con lo que es verdaderamente una ley. En esto, además, Robespierre es enteramente ilustrado. Kant lo demuestra en páginas bellísimas, demuestra cómo solamente las leyes que cumplen ciertas condiciones formales son verdaderamente leyes.
Dice por tanto que una ley que viola los derechos imprescriptibles del hombre no es de ningún modo una ley. Y dice también:
“La resistencia a la opresión es la consecuencia de los demás derechos del hombre y del ciudadano. Hay opresión contra el cuerpo social cuando uno solo de sus miembros es oprimido; hay opresión contra cada uno de los miembros del cuerpo social cuando el cuerpo social es oprimido. Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es para el pueblo y para cada porción del pueblo el más indispensable de los deberes”. No dice el más indispensable de los derechos; dice de los deberes. Es un imperativo, un imperativo casi moral, como el de Kant. Allí donde las leyes no son leyes, donde las leyes violan los derechos imprescriptibles del ser humano, la rebelión no es un derecho, sino un deber.
Y como me queda muy poco tiempo y quería decir algo acerca del último punto del que me correspondía hablar, el relativo a las alternativas post-capitalistas, resumiré muy rápidamente.
Como he escrito otras veces, teniendo en cuenta las características de este capitalismo en permanente rebelión contra los límites, una sociedad post-capitalista debe surgir de un triple impulso: debe ser un impulso revolucionario en lo económico; reformista en lo institucional y conservador en lo antropológico. Muy brevemente, haré algunas indicaciones de qué entiendo por cada una de estas cosas.
Con el primer punto creo que estamos todos de acuerdo, y tal como he definido el capitalismo muy rápidamente, como ese tren desbocado sin freno de emergencia, el capitalismo no es reformable. El capitalismo no admite reformas. Precisamente porque es una revolución permanente, porque es un proceso constituyente-destituyente ininterrumpido en el que lo originario ontológicamente es siempre el residuo, el cadáver, la destrucción. Y, por lo tanto, la única forma de establecer precisamente un mundo , una sociedad, unas instituciones reformables, es la de radicalmente transformar el capitalismo en otra cosa. El capitalismo, por mucho que nos pretendan engañar, no puede reformarse a sí mismo; solamente puede afirmarse a sí mismo a escala ampliada y, por lo tanto, con una escala de destrucción siempre mayor.
Precisamente, una sociedad que se ha librado ya del tren desbocado sin freno de emergencia a través de una revolución económica, es por primera vez una sociedad en la que las instituciones pueden ser el resultado de decisiones libres, tomadas en condiciones de tranquilidad, al margen de la guerra, al margen de la necesidad de la reproducción de los ciclos biológicos y en la que, por tanto, yo creo que debemos salvar gran parte del bagaje que muchos marxistas llaman derecho burgués. Yo creo que no hay más alternativa al derecho que el no-derecho; creo que no hay más alternativa al habeas corpus que la tortura y la indefensión; creo que no hay más alternativa a la división de poderes, no importa cuántos sean estos –porque en la constitución bolivariana hay más de tres y podemos inventar muchos más- que la voluntad schmidtiana que domina soberanamente el mundo decidiendo sobre la vida y la muerte de los seres humanos. Por lo tanto, lo que hay que hacer es recuperar ese legado que ha nacido en condiciones burguesas, como el teorema de Pitágoras nace en condiciones esclavistas, para que, por primera vez, sea de aplicación universal y real, en un marco en el que, también por primera vez, estas instituciones sean reformables. Porque lo que caracteriza a las instituciones, como a las cosas de usar, es que su vida no es eterna.
Digamos que los comunistas, los marxistas, debemos dedicarnos a interpretar o intervenir en el mundo de tal manera que nos situemos permanentemente entre el peligro de la biología, que es el del capitalismo, y el peligro de la arqueología, el peligro del anquilosamiento o fosilización de las instituciones, que originalmente pueden ser liberadoras pero que pueden tornarse represivas. Y, por lo tanto, estas instituciones deben ser objeto de reforma allí donde estén en peligro de fosilizarse. Por lo tanto, insisto, el impulso emancipatorio debe ser institucionalmente reformista.
Y, finalmente, debe ser conservador en lo antropológico. Hemos empezado por describir un mundo que, bajo el embate del capitalismo, se deshacía de estas tres facultades finitas que habían caracterizado la estancia del ser humano en el mundo, la estancia del ser humano en sociedad, y sabemos hoy mejor que en tiempos de Marx, que en su rebelión contra los límites, uno de los límites que primero cuestiona y que ahora mismo está más claramente cuestionado es el límite precisamente natural. El límite impuesto por la finitud, no ya de los cuerpos humanos, sino de la fuente de todos los bienes, que es la naturaleza. Hay que recordar que Marx, que no vivía en una sociedad en la que hubiera un grado de destrucción ecológica como el que conocemos hoy, recordaba en su Crítica al Programa de Gotha que la fuente de toda riqueza no es el trabajo, sino la naturaleza. La naturaleza en estos momentos está amenazada como nunca, entre otras razones porque hemos olvidado, como decía al principio, que somos seres mortales que dependemos de una naturaleza que, paradójicamente, ha acabado por depender de nosotros.
Conservadores antropológicos quiere decir, por tanto, conservadores de ese límite que nos impone la naturaleza, pero quiere decir también conservadores de los cuerpos, que se caracterizan por ser frágiles.
Esto quiere decir que la Ilustración, que yo siempre he defendido, debe considerar dos aspectos: uno, el hecho de que somos sujetos de razón; y el otro, el hecho de que la razón no se proporciona sus propios contenidos. Uno de los contenidos con los que limita la razón es, precisamente, el hecho de que somos cuerpos, el hecho de que nos vamos a morir. Y, por tanto, la necesidad de cuidarse recíprocamente. Somos sujetos de razón y somos objeto de cuidado.
En este sentido, una sociedad post-capitalista tiene que articular todas las instituciones y mecanismos que garanticen que los cuerpos van a ser objeto de cuidado. Esto naturalmente implica una revolución económica que, al mismo tiempo que garantiza ciertos servicios públicos, en términos de educación, de sanidad, etc, garantiza también un universo antropológico en el que los seres humanos podamos mirarnos los unos a los otros, discutir como sujetos de razón, pero cuidarnos también como frágiles objetos de cuidados.
Muchas gracias..

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